29.4.09

Hasta en las mejores familias I


Tengo un primo delincuente. Me costó escribir esa primera oración. Sobre todo porque no lo tengo y no lo quiero tener. Está ahí simplemente. Suerte que su apellido no empieza como el mío. Sería una broma muy cruel. No tendría que dedicarle ni una línea pero es una biografía lumpen deliciosa como para dejarla pasar. Salvo, repito de vuelta, que es mi primo. 

En una época cuando éramos aún niños, junto a otro primo (mucho más entrañable), le llamábamos Destructor. Como el de las tortugas ninjas. Cada nuevo juguete que su mamá le traía no duraba muchos días sin que sufriera alguna mutilación, extirpación o muerte repentina. Hasta las patinetas, skates y bicicletas. Todo lo rompía. Era el Destructor. Acaso se creyera demasiado ese apodo porque cuando empezó a tocar calle, también destruía reputaciones, caras y piernas. 

Cuando nosotros empezamos a salir (él era unos años mayor) al mismo barrio, ya tenía su fama ganada a punta de cocachos que propinaba a los menores, moretones cuando se trompeaba con uno de su peso y cicatrices que lo marcaban cuando le faltaba el respeto a un faite mayor. A veces pienso que el barrio no era tan violento, que el Destructor lo volvió así. Bueno, tampoco creo eso. Lo cierto es, como en algunas familias de la mafia, que teníamos fama de intocables. Nadie nos vacilaba porque éramos primos de El Destructor. 

Sería injusto decir que era un cobarde (aunque ahora sea uno de los epítetos que le dedicaría en noveno lugar de la gran serie que tengo contra él). Una tarde, cuando no existían dvd, fuimos a alquilar películas en VHS a El Transistor (videoclub pionero de nuestro distrito). Teníamos que atravesar ese páramo de edificios enormes y jardines marrones que era la unidad vecinal. Había cogido la manía de usar gorras al revés, con la lengüeta a un lado como el príncipe de Bel-Air. No supe nunca si era de marca la que llevaba esa tarde, pero sí me salvó de unos cuantos cardenales en mi cara. En realidad, de una masacre de medidas considerables teniendo en cuenta que mi puños no se habían ejercitado en el noble arte de sacar la mierda al prójimo. Los había visto a unos diez metros, se sacó la gorra, el dinero y el carné del videoclub, me los entregó y me dijo que corriera a la casa. Demoré en reaccionar porque no entendía. La siguiente imagen era de antología: venían corriendo cinco personas a darnos el encuentro con rostros desencajados, cuando mi primo aún no delincuente salió al frente, se cuadró y de un puñete se tumbó a dos. Dijo una vez más ¡corre! para que, en efecto, empezara a correr. Uno se animó a perseguirme un par de cuadras antes de abandonar la cacería y solo entonces volteé. Todavía seguía batallando con ellos. Él seguía de pie.

En esas épocas podía correr y mecharse con cuatro a la vez. De lejos, parecía un espectáculo de artes marciales (aunque más callejeras). Ahora que ha destrozado camas debido a su peso, esas escenas parecerían sacadas de una película de Steven Seagal pero obeso. Lo imagino (ahora no lo he visto) como un gran planeta, al medio, chocando con sus satélites que rebotan o salen dañados con las hélices de su brazos gordos. También imagino que alguien debería pincharlo a ver si revienta como un globo. Lo que si sé es que el punto débil de esos sumos amateur son los tobillos. Lógico, cualquier golpe por allí les hace perder el equilibrio y caen como elefantes.

Lo sé por experiencia propia. Siempre recordaré una de las pichangas que armábamos en el larguísimo hall que teníamos en nuestra quinta. Fue en uno de esos prolongados encuentros que terminaban cuando ya no veíamos el balón, cuando realicé una de mis mejores hazañas peloteras: derribé a ese gigante torpe (también egoísta como el Wilde) con una humilde zancadilla. Cuando las carcajadas cesaron y él, obviamente, se largó hecho una furia, mi otro primo y yo llegamos a la conclusión de que apenas lo toqué. Pero se desparramó como una mazamorra, se raspó contra la pared y su orgullo quedó magullado cuando dos chibolos de apenas 12 años lograron esa proeza a la que nadie se atrevía fuera: tumbarlo.

Digo ahora hall, porque siempre lo llamamos callejón. Y aunque nunca tuvo necesidad de tener un caño siempre mantuvo su zaguán (hace unos años supe qué significaba esa palabrita que también aparecía en las obras de Lope). En ese estrecha franja, como la de Chile, podíamos jugar desde mete-gol-tapa, quinela, matagente, encantados y bata hasta mini partidos de básquet, fulbito y en nuestras mejores épocas, bádminton. Sin mencionar los carnavales y parrilladas que también se hacían allí. No lo puedo negar: en una época fuimos todo sonrisa.  

Hasta aquí no pasa de ser la trayectoria de un palomilla. De uno avezado eso sí. En realidad, no sé cuando las cosas atravesaron ese límite de la travesura al crimen. De las risas y los primeros cigarrillos en la esquina a las sirenas de la policía cuando lo buscaban y la sangre que derramaba cuando lo ajustaban en otro barrio.