16.10.09

Amauta revisitado. JC Mariátegui en su tinta: son de policial


A José Carlos Mariátegui, alias el Amauta, le sucedió lo mismo que a Ernesto Guevara, alias el Che. Se convirtieron en póster. En un mecanismo que solo el mercado neoliberal conoce, su aparición en polos, casacas, cuadernos y mochilas más que difundir esa imagen y algo de su biografía reduce al máximo su verdadera intención contestataria. En un polo no le hacen daño a nadie. ¿Quién es entonces el Che? Un metrosexual más, del tipo montaraz en un look desaliñado. Muy chic. Un icono.

Si bien JC Mariátegui aún no aparece en polos, no existe manifestación alguna en Perú que no lleve su rostro compungido en alguna banderola roja (vamos, su mirada nunca va a ser como la desafiante del Che). Desde su muerte en 1930, nunca existió mayor debate de sus ideas ni mucho menos de su visión marxista del país. Sus seguidores no hacían más que repetir como de dogmas se trataran, las ideas de Mariátegui. La izquierda que recogió su legado no hizo más que mitificarlo. Pero esta vez, no hablaremos de ese mito. La idea de seguir a un revolucionario lisiado era una figura no exenta de cierto quijotismo romántico. Antes de quedarse postrado, el lúcido y precoz amauta ya hacía sus pinitos en el periodismo, y en el más frívolo. Si no hubiera viajado a Europa a empaparse de ideologías políticas, acaso hubiera sido el periodista encargado de darle el color local a la sociedad.

En la segunda década del siglo XX, Mariátegui no existía en los diarios. Juan Croniqueur, sí. Lo peculiar de la adopción de este pseudónimo conjuga la definición del tono y la intención del género que escribía. Croniqueur publicaba ya en ese entonces crónicas. Antes de él, la crónica local era impersonal. Eran los típicos cuadros costumbristas y episodios realistas que se daban en la cotidianidad, aderezada con observaciones e imágenes, casi postales y como todas, estáticas, frías.

Algunos de sus estudiosos como Alberto Tauro, definían aquellos textos que Mariategui publicaba en La Prensa entre 1915 y 1917, como la actualidad ajustada al interés y sensibilidad popular, ágil, amena, reflexiva. Basta darle una ojeada a las secciones donde se alojaban las crónicas del amauta: Comentarios, Por esas calles, El suceso del día, Los reportajes ocasionales, Por los suburbios, A la vera del camino. Si bien los títulos remiten a una temática netamente urbana y que exigirían una periodicidad constante, sus colaboraciones fueron más bien espaciadas: solo 40 crónicas en 14 meses.

Edad de piedra: la génesis del delito

Mariátegui empieza en la crónica policial el 25 de mayo de 1915 en La Prensa. Si uno piensa que los Noles y otros temas que ahora adornan las páginas policiales de los diarios populares es cosa de hoy, no saben que la historiografía del crimen y de la violencia tiene ya larga data en el periodismo peruano. Quizás la escritura y enfoque de Mariátegui cuando ingresa al diario a colaborar reside en presentar el hecho delictivo como resultado de las circunstancias y no como ejemplos de patología social, quitándole el tono despectivo. Las situaciones nunca fueron monstruosas pero sí peculiares, impactantes. Veamos algunos ejemplos de sus textos.

En mayo de 1915 ocurrió un crimen que remeció la sociedad limeña. Un duelo a chaveta limpia. Los contendientes fueron Carita (Emilio Wilmann) y Tirifilo. Ambos encarnaban la figura del guapo, esos Pedrito Navaja de Lima, “dos héroes de la chaveta y del box criollo”. El 6 de mayo, el amauta escribía “Como mató Willman a Tirifilo”. Es un texto que reproduce muchos diálogos entre el cronista y el sobreviviente y vencedor del duelo: Carita. Mariátegui lo visita en el hospital Dos de Mayo y apunta con detalle el estado en que se encuentra el chaveteado ganador en la cama Nº 14. A través de la crónica vuelta relato, en el que se conservan las maneras entrecomilladas de hablar de la calle, vamos conociendo la versión de Carita. Se encontraba con “unos amigos en la pulpería de la esquina del Chalaco” bebiendo unas copas en la mañana del domingo 3, cuando Tirifilo llegó. Se armó un pleito por algo que había dicho Tirifilo, que aseveraba que todo lo que decía “lo afirmaba como hombre”. Carita terció en el alboroto y terminó, en buen criollo, comiéndose la bronca y pagando pato. Se retaron y como grandes caballeros de justa, cogieron sus armas, se amarraron un saco de alpaca en el antebrazo izquierdo a manera de escudo contra los filos de la chaveta y salieron a la calle. Fueron veinte minutos de cuchilladas violentas. “O yo te mató o tú me matas”. Esa frase se soltaron ambos gladiadores. Entonces había que matar. Cuando Tirifilo le asestó un grave corte en la mejilla izquierda, Carita se volvió loco y arremetió, aprovechando un desliz, encajó la estocada definitiva. Recuerda que Tirifilo, habiendo perdido, solo pudo decir: “me has muerto”. Lo que se llevó Carita fueron, además de la mejilla, 6 cortes en el cuerpo, graves algunos como el que empieza en su “tetilla derecha”, y “un tajo tremendo” cerca de la muñeca izquierda. Las preguntas del cronista siempre buscan el detalle, la recreación al máximo, por lo que insta a preguntarle al ebanista Carita de 24 años, detalles que, según Mariategui, ni puede explicar. El hecho estuvo bastante documentado en la época y siguió algunos días más en las secciones policiales de los diarios. Incluso más adelante Ciro Alegría volvería ficción aquel suceso y publicó la novela Duelo de Caballeros.

Al siguiente mes publicaría el perfil de “Un bandido famoso”, llamado en el texto Don Juan María, que vivía en Cantagallo. Al empezar a narrar su biografía, lo ubica en un lugar cercano al campo, con piedras donde se sienta la gente y a la orilla del río. En esta zona de ribera, donde las “gentes del campo son rudas y no disponen de galanterías porque las agotan prodigándoselas a los animales que les corresponden con hechos” (ojo al sesgo del autor), vive hace 8 años “un pampero que no es argentino”. Él es Don Juan María. Imaginemos un personaje cercano al bandolero, con jinete y sombrero, que anda merodeando por esos lares, y “como los toreros, no le conceden importancia a la existencia”. El amauta describe su porte que de elegante solo tiene una barba pequeña sobre el mentón, “un plumerillo blanco”, pues el bandido viste de trazos y harapos. ¿Por qué bandido entonces? Este aventurero decía que no había “en toda la pampa, fuerzas más poderosas que mi carabina y mi puñal”. En proverbial eufemismo, el bandido se excusa diciendo que él solo pedía limosna. Mariategui lo increpa, “sí, pero con carabina y puñal”. Don Juan María, sonrisa cínica, decía que en “otro estilo” no conseguía ni un real. Otra frase para la posteridad del famoso bandido que se recluye en la pampa: “Yo no he sido un ladrón y un asesino por gusto sino por necesidad. No vale ser bueno ni malo. Los buenos se quejan y los malos se arrepienten”.

Lo cierto es que la pluma aguda del amauta no dejó de apuntar cualquier clase de evento y personaje. Atípica es su crónica de un incendio ocurrido (por antojo del fuego) en horas de la madrugada, en la calle del Lescano. En la calle La Merced, se encontraba Mariátegui y otro periodista encargados de la edición del cierre, cuando divisaron las llamas. Lo que sigue es un largo ensayo, a mitad de camino entre la nota y la crónica, donde el autor devanea acerca de la naturaleza de los siniestros, en los que todos se enteran y acuden legiones de curiosos porque la ciudad de Lima era pequeña, y de la complejidad de los incendios, que categoriza como ejecuciones caprichosas del fuego que como toda manifestación tiene un ciclo, vana la tarea entonces de los bomberos que batallan en un combate que acabará cuando las llamas lo decidan. En Los reportajes ocasionales, empieza un texto acerca de la naturaleza del criminal, de cómo un sospechoso llega a ser ratero. En una prosa ágil, llena de diálogos recogidos al vuelo de la conversa informal, narra su encuentro con un ex ratero que ahora buscaba trabajo sin que su pasado lo perjudique. Una historia que no es estereotipo sino prototipo. Pionera en ese entonces. El timo, la trola, el embuste. Este tipo que era lustrabotas fue embaucado por un supuesto comerciante que de buenas a primeras, le ofrecía regalos y le invitaba almuerzos. Hoy por ti, mañana por mi, el dadivoso empresario le pidió ayuda para recoger unas máquinas de escribir de uno de sus clientes. El recojo tenía que ser en la noche, casi en la madrugada. ¿Cómo se podía negar? Confiado, ingenuo según otros, el lustrabotas perpetró sin saber su primer robo, entrando por la puerta falsa y “recogiendo” las máquinas. Fueron dos trabajos más. A la siguiente comisión, la policía llegó y lo ampayaron. Incapaz de justificar su amistad con ese prominente comerciante de máquinas de escribir, entró a purgar condena en la cárcel. Ahora salió, vuelto a su caja de lustrar zapatos, y anuncia: “Señores, yo no soy ratero”.

Los crímenes pasionales, ejecutados con celos y sangre, tampoco fueron ajenos al amauta. El móvil desde el comienzo de los tiempos es el amor desenfrenado, el no correspondido o el imposible. Añádasele un pizca de celos, sazón letal, y el cóctel final es el desborde de amor en el atajo por el barrio de la muerte. En El crimen de anoche, Mariategui recrea, hablando con los testigos, el crimen que alarmó a los vecinos de la calle de Matamoros: “al amante desdeñado, resuelve matar a su enamorada y suicidarse después”. Desde la parte policial hasta la visita al barrio de las víctimas, paso a paso el cronista desenreda los hilos de este romance fulminante. Las trabas familiares, las clases sociales, los afanes de los padres no impidieron que Julia Vargas y Honorio Márquez pudieran mantener un amor furtivo. Los vecinos cómplices de esta unión hacían la vista gorda cuando se arrejuntaban en alguna esquina, cuando se susurraban a escondidas en la noche. Tórtolos muchachos. La señora Vargas, mamá de Julia, descubrió el amorío y se opuso. Honorio no tendría el honor de tener a su hija, su trabajo de empleado en el telégrafo no bastaba. Julia, impedida, fue cediendo a la presión maternal. Y otro galante apareció. Julia, pérfida, mantuvo esa dualidad, ese juego de recibir besos a dos cachetes. Honorio, desesperado, famélico de amor, puso fin a sus intrigas cuando se enteró (ya había iniciado una labor de espionaje). Un revólver Smith calibre 38 “le atravesó la caja toráxico, produciendo una muerte instantánea” a Julia. “Inmediatamente, el matador se disparó otro tiro en la sien derecha”.

Volver a Mariategui en su edad de la piedra resulta un aventura curiosa, interesante y reveladora. Sobre todo cuando se desmitifica a ese intelectual y político peruano que no admite balas, celos, chavetas, crímenes ni bandidos.

Una casa en Mayorazgo


Salíamos de esa casa a las cinco. Cuando el sol en Mayorazgo caía y pintaba los cielos de un naranja insólito en Lima. Estaba casi afuera de la ciudad. De mi imaginario de ciudad de niño de 10 años. Por eso partíamos apretados a esas horas en el escarabajo familiar. Es que a veces llevábamos a mi tía y abuela. Esos días, recuerdo, dormía en el "hueco" de la parte atrás del VW, para "hacer sitio". Era como un diminuto sarcófago que acondicionaban con almohadas y mantas. Y me encogía todo, casi en posición fetal para entrar. Los primeros minutos de la travesía me entretenía mirando las formas de las nubes a través de la luna. Pasaban como escenas de un largometraje meteorológico. De ahí me quedaba dormido hasta mi casa.

De verdad, Mayorazgo, antes de los conciertos y el Monumental, era lejos. Más cerca del campo que de la ciudad de la que escapaba. Como aquella vez en que estrenaron el carro nuevo de mi tío y como quien baja el almuerzo se fueron a pasear a Cieneguilla. ¿O Chosica? Y ese destino que normalmente requeriría preparación o más gasolina terminó siendo un viajecito a la vuelta de la esquina. Llegaron a las cinco, claro, nosotros teníamos que partir.

Si en nuestro carro resultaba largo el camino, cuando íbamos en micro era increíblemente más largo. Teníamos dos rutas. El via crucis que significaba recorrer toda la Javier Prado desde Monterrey (hoy Metro) o el atajo por el arrabal que implicaba recorrer todo Evitamiento hasta la Carretera Central (paradero Volvo) y tomar una combi asesina debajo del puente Santa Rosa. La primera era confortable pero comprometía la sensibilidad de tus nalgas; la segunda era fugaz pero era un pasadizo por paisajes avezados y había que tener la ventana cerrada y la mochila amarrada al brazo. En la primera podías dormir y en la otra, tenías que caminar y tomar dos mototaxis: uno para llegar al puente y el otro, de la Volvo a la casa de Mayorazgo.

Si no lo he mencionado hasta ahora, no lo sé. Pero la casa de Mayorazgo era la casa de mi tío. El hermano mayor de mi madre. Era una casa por la que pasó el tiempo. Recuerdo el triplay que separaba los ambientes, el piso de cemento, los montículos de arena y piedras al fondo esperando para construir el tercer piso. A pesar de ese disfraz, la casa tenía conejos, cuyes y hasta patos en un tiempo y mis primos, viciosos emperdernidos, siempre tuvieron una computadora con simuladores y miles de juegos de rol y al menos una consola. Claro, después uno de mis primos, verdaderos parias que podían pasar días frente a la pantalla, sosteniendo como autómatas los controles, entró a trabajar a la IBM. Era de suponer que equiparía su máquina en un santiamén con los softwares y programas más sofisticados. Su cuarto (que los tres compartían en un inicio) se convirtió en una gruta de la tecnología. Ellos me enseñaron que cuando te llaman a almorzar y estás a punto de pasar la fase más pendeja de un juego o cuando solo tienes un continue más, no debías apagar toda la consola, bastaba con el monitor nada más. Luego, embutías tu comida y subías de vuelta a seguir jugando. Con ellos me di cuenta que las máquinas se "calientan", descubrí que eran los cheats y los walktrough, aprendí que uno requiere ensayo y error para que te salgan los trucos, combos y fatalities. 

¿Cómo olvidar la serie roja de Plaza & Janes? ¡Stephen King se me fue revelado mientras esperaba el turno para jugar! Pronto ya no quería jugar sino seguir devorando las páginas del genio maligno de Maine. Y casi como jugando empecé a leer bodoques de 800 páginas y a pedir de regalo, más libros de él. En esa casa, caí sin querer en la Tierra Media. Un volumen de El Señor de los Anillos que parecía un enorme misal con una pita roja como marcador. Venía con glosario, mapa, genealogía, gramática del élfico, cronología. Era una obra total. 

Un capítulo aparte serían las vecinas. ¿Cómo olvidar a las gemelas vestidas de girl scout? Ahora no recuerdo sus nombres y en ese entonces, a mis 12 años, el rubor y la vergüenza hacían que los tartamudee y que me sudaran las manos cuando intentaba hablar con ellas. Creo que empezaban con K. Lo que más me sorprendía (y jodía al mismo tiempo) es que ellas también supieran jugar. Y mejor que yo. A veces nos visitaban, con sus uniformes de La Molina 315 o con su uniforme de softball, y se sentaban en la misma cama y me propinaban palizas en el Street Fighter

Pocas veces me quedé en esa casa más de las cinco de la tarde. Rogaba a veces por quedarnos un rato más. Viciosos, decían. Que nos van a salir callos en los dedos. Las veces que mi terquedad era mayor y la promesa de acabar un juego estaba cerca, pasaba la noche en esa casa. No dormíamos, jugábamos hasta terminar el juego y ver los créditos finales. Cuando mi tía nos descubría por las madrugadas, teníamos que apagar todas las luces y dejar apenas la del televisor. No nos faltaba más. Bueno, a veces el juego no era suficiente y bajábamos con sigilo a saquear sistemáticamente la bodega de mi tía. Pícaras, Casino, gaseosas y juegos de rol. Eso era la felicidad para un niño. La felicidad en Mayorazgo.