13.1.10

Fragmentos


"¿Cómo terminar un amor? - ¿Cómo, entonces, termina? En suma, nadie -salvo los otros- sabe nunca nada de eso; una especie de inocencia oculta el fin de esta cosa concebida, afirmada, vivida según la eternidad. Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región de la Amistad, de todas maneras, no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cesa de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera) Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin de mi historia de amor: no soy su poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, excatamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros: a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico".

ROLAND BARTHES. Fragmentos del discurso amoroso.

16.10.09

Amauta revisitado. JC Mariátegui en su tinta: son de policial


A José Carlos Mariátegui, alias el Amauta, le sucedió lo mismo que a Ernesto Guevara, alias el Che. Se convirtieron en póster. En un mecanismo que solo el mercado neoliberal conoce, su aparición en polos, casacas, cuadernos y mochilas más que difundir esa imagen y algo de su biografía reduce al máximo su verdadera intención contestataria. En un polo no le hacen daño a nadie. ¿Quién es entonces el Che? Un metrosexual más, del tipo montaraz en un look desaliñado. Muy chic. Un icono.

Si bien JC Mariátegui aún no aparece en polos, no existe manifestación alguna en Perú que no lleve su rostro compungido en alguna banderola roja (vamos, su mirada nunca va a ser como la desafiante del Che). Desde su muerte en 1930, nunca existió mayor debate de sus ideas ni mucho menos de su visión marxista del país. Sus seguidores no hacían más que repetir como de dogmas se trataran, las ideas de Mariátegui. La izquierda que recogió su legado no hizo más que mitificarlo. Pero esta vez, no hablaremos de ese mito. La idea de seguir a un revolucionario lisiado era una figura no exenta de cierto quijotismo romántico. Antes de quedarse postrado, el lúcido y precoz amauta ya hacía sus pinitos en el periodismo, y en el más frívolo. Si no hubiera viajado a Europa a empaparse de ideologías políticas, acaso hubiera sido el periodista encargado de darle el color local a la sociedad.

En la segunda década del siglo XX, Mariátegui no existía en los diarios. Juan Croniqueur, sí. Lo peculiar de la adopción de este pseudónimo conjuga la definición del tono y la intención del género que escribía. Croniqueur publicaba ya en ese entonces crónicas. Antes de él, la crónica local era impersonal. Eran los típicos cuadros costumbristas y episodios realistas que se daban en la cotidianidad, aderezada con observaciones e imágenes, casi postales y como todas, estáticas, frías.

Algunos de sus estudiosos como Alberto Tauro, definían aquellos textos que Mariategui publicaba en La Prensa entre 1915 y 1917, como la actualidad ajustada al interés y sensibilidad popular, ágil, amena, reflexiva. Basta darle una ojeada a las secciones donde se alojaban las crónicas del amauta: Comentarios, Por esas calles, El suceso del día, Los reportajes ocasionales, Por los suburbios, A la vera del camino. Si bien los títulos remiten a una temática netamente urbana y que exigirían una periodicidad constante, sus colaboraciones fueron más bien espaciadas: solo 40 crónicas en 14 meses.

Edad de piedra: la génesis del delito

Mariátegui empieza en la crónica policial el 25 de mayo de 1915 en La Prensa. Si uno piensa que los Noles y otros temas que ahora adornan las páginas policiales de los diarios populares es cosa de hoy, no saben que la historiografía del crimen y de la violencia tiene ya larga data en el periodismo peruano. Quizás la escritura y enfoque de Mariátegui cuando ingresa al diario a colaborar reside en presentar el hecho delictivo como resultado de las circunstancias y no como ejemplos de patología social, quitándole el tono despectivo. Las situaciones nunca fueron monstruosas pero sí peculiares, impactantes. Veamos algunos ejemplos de sus textos.

En mayo de 1915 ocurrió un crimen que remeció la sociedad limeña. Un duelo a chaveta limpia. Los contendientes fueron Carita (Emilio Wilmann) y Tirifilo. Ambos encarnaban la figura del guapo, esos Pedrito Navaja de Lima, “dos héroes de la chaveta y del box criollo”. El 6 de mayo, el amauta escribía “Como mató Willman a Tirifilo”. Es un texto que reproduce muchos diálogos entre el cronista y el sobreviviente y vencedor del duelo: Carita. Mariátegui lo visita en el hospital Dos de Mayo y apunta con detalle el estado en que se encuentra el chaveteado ganador en la cama Nº 14. A través de la crónica vuelta relato, en el que se conservan las maneras entrecomilladas de hablar de la calle, vamos conociendo la versión de Carita. Se encontraba con “unos amigos en la pulpería de la esquina del Chalaco” bebiendo unas copas en la mañana del domingo 3, cuando Tirifilo llegó. Se armó un pleito por algo que había dicho Tirifilo, que aseveraba que todo lo que decía “lo afirmaba como hombre”. Carita terció en el alboroto y terminó, en buen criollo, comiéndose la bronca y pagando pato. Se retaron y como grandes caballeros de justa, cogieron sus armas, se amarraron un saco de alpaca en el antebrazo izquierdo a manera de escudo contra los filos de la chaveta y salieron a la calle. Fueron veinte minutos de cuchilladas violentas. “O yo te mató o tú me matas”. Esa frase se soltaron ambos gladiadores. Entonces había que matar. Cuando Tirifilo le asestó un grave corte en la mejilla izquierda, Carita se volvió loco y arremetió, aprovechando un desliz, encajó la estocada definitiva. Recuerda que Tirifilo, habiendo perdido, solo pudo decir: “me has muerto”. Lo que se llevó Carita fueron, además de la mejilla, 6 cortes en el cuerpo, graves algunos como el que empieza en su “tetilla derecha”, y “un tajo tremendo” cerca de la muñeca izquierda. Las preguntas del cronista siempre buscan el detalle, la recreación al máximo, por lo que insta a preguntarle al ebanista Carita de 24 años, detalles que, según Mariategui, ni puede explicar. El hecho estuvo bastante documentado en la época y siguió algunos días más en las secciones policiales de los diarios. Incluso más adelante Ciro Alegría volvería ficción aquel suceso y publicó la novela Duelo de Caballeros.

Al siguiente mes publicaría el perfil de “Un bandido famoso”, llamado en el texto Don Juan María, que vivía en Cantagallo. Al empezar a narrar su biografía, lo ubica en un lugar cercano al campo, con piedras donde se sienta la gente y a la orilla del río. En esta zona de ribera, donde las “gentes del campo son rudas y no disponen de galanterías porque las agotan prodigándoselas a los animales que les corresponden con hechos” (ojo al sesgo del autor), vive hace 8 años “un pampero que no es argentino”. Él es Don Juan María. Imaginemos un personaje cercano al bandolero, con jinete y sombrero, que anda merodeando por esos lares, y “como los toreros, no le conceden importancia a la existencia”. El amauta describe su porte que de elegante solo tiene una barba pequeña sobre el mentón, “un plumerillo blanco”, pues el bandido viste de trazos y harapos. ¿Por qué bandido entonces? Este aventurero decía que no había “en toda la pampa, fuerzas más poderosas que mi carabina y mi puñal”. En proverbial eufemismo, el bandido se excusa diciendo que él solo pedía limosna. Mariategui lo increpa, “sí, pero con carabina y puñal”. Don Juan María, sonrisa cínica, decía que en “otro estilo” no conseguía ni un real. Otra frase para la posteridad del famoso bandido que se recluye en la pampa: “Yo no he sido un ladrón y un asesino por gusto sino por necesidad. No vale ser bueno ni malo. Los buenos se quejan y los malos se arrepienten”.

Lo cierto es que la pluma aguda del amauta no dejó de apuntar cualquier clase de evento y personaje. Atípica es su crónica de un incendio ocurrido (por antojo del fuego) en horas de la madrugada, en la calle del Lescano. En la calle La Merced, se encontraba Mariátegui y otro periodista encargados de la edición del cierre, cuando divisaron las llamas. Lo que sigue es un largo ensayo, a mitad de camino entre la nota y la crónica, donde el autor devanea acerca de la naturaleza de los siniestros, en los que todos se enteran y acuden legiones de curiosos porque la ciudad de Lima era pequeña, y de la complejidad de los incendios, que categoriza como ejecuciones caprichosas del fuego que como toda manifestación tiene un ciclo, vana la tarea entonces de los bomberos que batallan en un combate que acabará cuando las llamas lo decidan. En Los reportajes ocasionales, empieza un texto acerca de la naturaleza del criminal, de cómo un sospechoso llega a ser ratero. En una prosa ágil, llena de diálogos recogidos al vuelo de la conversa informal, narra su encuentro con un ex ratero que ahora buscaba trabajo sin que su pasado lo perjudique. Una historia que no es estereotipo sino prototipo. Pionera en ese entonces. El timo, la trola, el embuste. Este tipo que era lustrabotas fue embaucado por un supuesto comerciante que de buenas a primeras, le ofrecía regalos y le invitaba almuerzos. Hoy por ti, mañana por mi, el dadivoso empresario le pidió ayuda para recoger unas máquinas de escribir de uno de sus clientes. El recojo tenía que ser en la noche, casi en la madrugada. ¿Cómo se podía negar? Confiado, ingenuo según otros, el lustrabotas perpetró sin saber su primer robo, entrando por la puerta falsa y “recogiendo” las máquinas. Fueron dos trabajos más. A la siguiente comisión, la policía llegó y lo ampayaron. Incapaz de justificar su amistad con ese prominente comerciante de máquinas de escribir, entró a purgar condena en la cárcel. Ahora salió, vuelto a su caja de lustrar zapatos, y anuncia: “Señores, yo no soy ratero”.

Los crímenes pasionales, ejecutados con celos y sangre, tampoco fueron ajenos al amauta. El móvil desde el comienzo de los tiempos es el amor desenfrenado, el no correspondido o el imposible. Añádasele un pizca de celos, sazón letal, y el cóctel final es el desborde de amor en el atajo por el barrio de la muerte. En El crimen de anoche, Mariategui recrea, hablando con los testigos, el crimen que alarmó a los vecinos de la calle de Matamoros: “al amante desdeñado, resuelve matar a su enamorada y suicidarse después”. Desde la parte policial hasta la visita al barrio de las víctimas, paso a paso el cronista desenreda los hilos de este romance fulminante. Las trabas familiares, las clases sociales, los afanes de los padres no impidieron que Julia Vargas y Honorio Márquez pudieran mantener un amor furtivo. Los vecinos cómplices de esta unión hacían la vista gorda cuando se arrejuntaban en alguna esquina, cuando se susurraban a escondidas en la noche. Tórtolos muchachos. La señora Vargas, mamá de Julia, descubrió el amorío y se opuso. Honorio no tendría el honor de tener a su hija, su trabajo de empleado en el telégrafo no bastaba. Julia, impedida, fue cediendo a la presión maternal. Y otro galante apareció. Julia, pérfida, mantuvo esa dualidad, ese juego de recibir besos a dos cachetes. Honorio, desesperado, famélico de amor, puso fin a sus intrigas cuando se enteró (ya había iniciado una labor de espionaje). Un revólver Smith calibre 38 “le atravesó la caja toráxico, produciendo una muerte instantánea” a Julia. “Inmediatamente, el matador se disparó otro tiro en la sien derecha”.

Volver a Mariategui en su edad de la piedra resulta un aventura curiosa, interesante y reveladora. Sobre todo cuando se desmitifica a ese intelectual y político peruano que no admite balas, celos, chavetas, crímenes ni bandidos.

Una casa en Mayorazgo


Salíamos de esa casa a las cinco. Cuando el sol en Mayorazgo caía y pintaba los cielos de un naranja insólito en Lima. Estaba casi afuera de la ciudad. De mi imaginario de ciudad de niño de 10 años. Por eso partíamos apretados a esas horas en el escarabajo familiar. Es que a veces llevábamos a mi tía y abuela. Esos días, recuerdo, dormía en el "hueco" de la parte atrás del VW, para "hacer sitio". Era como un diminuto sarcófago que acondicionaban con almohadas y mantas. Y me encogía todo, casi en posición fetal para entrar. Los primeros minutos de la travesía me entretenía mirando las formas de las nubes a través de la luna. Pasaban como escenas de un largometraje meteorológico. De ahí me quedaba dormido hasta mi casa.

De verdad, Mayorazgo, antes de los conciertos y el Monumental, era lejos. Más cerca del campo que de la ciudad de la que escapaba. Como aquella vez en que estrenaron el carro nuevo de mi tío y como quien baja el almuerzo se fueron a pasear a Cieneguilla. ¿O Chosica? Y ese destino que normalmente requeriría preparación o más gasolina terminó siendo un viajecito a la vuelta de la esquina. Llegaron a las cinco, claro, nosotros teníamos que partir.

Si en nuestro carro resultaba largo el camino, cuando íbamos en micro era increíblemente más largo. Teníamos dos rutas. El via crucis que significaba recorrer toda la Javier Prado desde Monterrey (hoy Metro) o el atajo por el arrabal que implicaba recorrer todo Evitamiento hasta la Carretera Central (paradero Volvo) y tomar una combi asesina debajo del puente Santa Rosa. La primera era confortable pero comprometía la sensibilidad de tus nalgas; la segunda era fugaz pero era un pasadizo por paisajes avezados y había que tener la ventana cerrada y la mochila amarrada al brazo. En la primera podías dormir y en la otra, tenías que caminar y tomar dos mototaxis: uno para llegar al puente y el otro, de la Volvo a la casa de Mayorazgo.

Si no lo he mencionado hasta ahora, no lo sé. Pero la casa de Mayorazgo era la casa de mi tío. El hermano mayor de mi madre. Era una casa por la que pasó el tiempo. Recuerdo el triplay que separaba los ambientes, el piso de cemento, los montículos de arena y piedras al fondo esperando para construir el tercer piso. A pesar de ese disfraz, la casa tenía conejos, cuyes y hasta patos en un tiempo y mis primos, viciosos emperdernidos, siempre tuvieron una computadora con simuladores y miles de juegos de rol y al menos una consola. Claro, después uno de mis primos, verdaderos parias que podían pasar días frente a la pantalla, sosteniendo como autómatas los controles, entró a trabajar a la IBM. Era de suponer que equiparía su máquina en un santiamén con los softwares y programas más sofisticados. Su cuarto (que los tres compartían en un inicio) se convirtió en una gruta de la tecnología. Ellos me enseñaron que cuando te llaman a almorzar y estás a punto de pasar la fase más pendeja de un juego o cuando solo tienes un continue más, no debías apagar toda la consola, bastaba con el monitor nada más. Luego, embutías tu comida y subías de vuelta a seguir jugando. Con ellos me di cuenta que las máquinas se "calientan", descubrí que eran los cheats y los walktrough, aprendí que uno requiere ensayo y error para que te salgan los trucos, combos y fatalities. 

¿Cómo olvidar la serie roja de Plaza & Janes? ¡Stephen King se me fue revelado mientras esperaba el turno para jugar! Pronto ya no quería jugar sino seguir devorando las páginas del genio maligno de Maine. Y casi como jugando empecé a leer bodoques de 800 páginas y a pedir de regalo, más libros de él. En esa casa, caí sin querer en la Tierra Media. Un volumen de El Señor de los Anillos que parecía un enorme misal con una pita roja como marcador. Venía con glosario, mapa, genealogía, gramática del élfico, cronología. Era una obra total. 

Un capítulo aparte serían las vecinas. ¿Cómo olvidar a las gemelas vestidas de girl scout? Ahora no recuerdo sus nombres y en ese entonces, a mis 12 años, el rubor y la vergüenza hacían que los tartamudee y que me sudaran las manos cuando intentaba hablar con ellas. Creo que empezaban con K. Lo que más me sorprendía (y jodía al mismo tiempo) es que ellas también supieran jugar. Y mejor que yo. A veces nos visitaban, con sus uniformes de La Molina 315 o con su uniforme de softball, y se sentaban en la misma cama y me propinaban palizas en el Street Fighter

Pocas veces me quedé en esa casa más de las cinco de la tarde. Rogaba a veces por quedarnos un rato más. Viciosos, decían. Que nos van a salir callos en los dedos. Las veces que mi terquedad era mayor y la promesa de acabar un juego estaba cerca, pasaba la noche en esa casa. No dormíamos, jugábamos hasta terminar el juego y ver los créditos finales. Cuando mi tía nos descubría por las madrugadas, teníamos que apagar todas las luces y dejar apenas la del televisor. No nos faltaba más. Bueno, a veces el juego no era suficiente y bajábamos con sigilo a saquear sistemáticamente la bodega de mi tía. Pícaras, Casino, gaseosas y juegos de rol. Eso era la felicidad para un niño. La felicidad en Mayorazgo. 




4.5.09

La ventana I


Era lo primero que hacía cada vez que regresaba del colegio o de algún almuerzo familiar. Era paradero obligado los fines de semana. Corría a lo largo de ese callejón que había en la quinta pero que no era un callejón. Hasta el fondo. Ahí estaba la ventana que daba al cuarto de mi primo. Casi siempre estaba cerrada y era religión que a las seis de la tarde, las cortinas estén cerradas. No importaba, tocaba la ventana con los nudillos y medio minuto después, mi primo aparecía con su cabeza enorme. Le decía para salir a jugar o para entrar a su casa a jugar. Le decía que después de almuerzo, bajaba a jugar. Le decía que cuando vuelva del dentista me avisara para jugar. Siempre era jugar. Ese era el motivo, además de los videojuegos que ambos atesorábamos. Ahora que lo pienso, a cualquier hora me acercaba a la ventana, hasta en las madrugadas cuando le decía para salir temprano a bicicletear hasta la playa (5: 45 am) o cuando regresaba de una noche de copas (3: 32 am) para contarle las últimas noticias. Creo que las situaciones de ambos tipos, recibían la misma reacción: con cara de ocho sueños, despertaba para abrir la ventana y evitar que siguiera tocando, lanzaba un par de gruñidos y me despedía rápido, "tengo sueño". Pocas veces salió en bici con nosotros y casi nunca escuchaba las noticias de una sesión de bebidas espirituosas.

Con él he invertido las más largas e incontables horas de juego frente a una consola. Un rústico Atari, Nintendo y MaxPlay en la edad de piedra y el revolucionario SuperNintendo, Sega, Playstation 1 y 2 en los tiempos de ahora. A pesar de que casi siempre jugábamos juntos, nunca se nos ocurrió ahorrar para un fondo común y tener la consola más reciente. Era una competencia tácita, uno conseguía una (a él se las enviaban de segunda sus familiares en Estados Unidos) y el otro ya estaba pensando en conseguir la siguiente, la más moderna, la de mejores gráficas. Sería bueno comprarse un PS-3, sin duda.

Frente a la pantalla de su televisor Trinitron, todavía con dial para cambiar de canales, pasaban nuestra niñez y gran parte de nuestra adolescencia. Ese era un televisor indomable al que las imágenes se le escapaban de vez en vez y que necesitaba de un golpe en la cabeza para volver a enderezarse y funcionar. Recuerdo además cuando nuestros juegos piratas malograban nuestras consolas originales, necesitábamos de alcohol médico para limpiar los cabezales (¿?) y cuando eso no funcionaba, soplar dentro del cassette. Pero no solo jugábamos, era un pequeño ritual que cumplíamos en secreto. Conversábamos, preguntábamos y a veces inventábamos nuestras vidas al paso, entre Contra y Soccer Excitante. Sin vernos las caras, los ojos pegados a la pista del TopGear, íbamos descubriendo las ironías de la vida en el colegio, las jergas que necesitabas en esquina y en fiesta, las anatomías del sexo opuesto y los argumentos de las primeras películas que nos las mostraban. Risas nerviosas pero sin dejar que Zelda muera. A veces nos destruíamos intelectual y sentimentalmente, nos hacíamos fatalities como en Mortal Kombat y muchas otras quisimos agarrarnos a trompadas y llaves como en SmackDown.

Las sesiones domingueras solo eran interrumpidas cuando mi tía nos alertaba acerca de la hora y  nos recordaba que mañana había colegio. Los sábados en mi casa no tenían fin excepto las veces en las que mi tía (de vuelta) lo llamaba para que deje de jugar y baje a dormir. Nunca entendí mucho esa dinámica. ¿Por qué no jugar hasta el amanecer? ¿Acaso no sabían que bajo ese aparente "vicio" de cables y botones la vida se nos era revelada en palabras torpes? Allí aprendimos a guardar secretos, a toser con los primeros cigarros y a sortear los rigores de los pioneras borracheras. En suma, a ser primos. Patas. 

29.4.09

Hasta en las mejores familias I


Tengo un primo delincuente. Me costó escribir esa primera oración. Sobre todo porque no lo tengo y no lo quiero tener. Está ahí simplemente. Suerte que su apellido no empieza como el mío. Sería una broma muy cruel. No tendría que dedicarle ni una línea pero es una biografía lumpen deliciosa como para dejarla pasar. Salvo, repito de vuelta, que es mi primo. 

En una época cuando éramos aún niños, junto a otro primo (mucho más entrañable), le llamábamos Destructor. Como el de las tortugas ninjas. Cada nuevo juguete que su mamá le traía no duraba muchos días sin que sufriera alguna mutilación, extirpación o muerte repentina. Hasta las patinetas, skates y bicicletas. Todo lo rompía. Era el Destructor. Acaso se creyera demasiado ese apodo porque cuando empezó a tocar calle, también destruía reputaciones, caras y piernas. 

Cuando nosotros empezamos a salir (él era unos años mayor) al mismo barrio, ya tenía su fama ganada a punta de cocachos que propinaba a los menores, moretones cuando se trompeaba con uno de su peso y cicatrices que lo marcaban cuando le faltaba el respeto a un faite mayor. A veces pienso que el barrio no era tan violento, que el Destructor lo volvió así. Bueno, tampoco creo eso. Lo cierto es, como en algunas familias de la mafia, que teníamos fama de intocables. Nadie nos vacilaba porque éramos primos de El Destructor. 

Sería injusto decir que era un cobarde (aunque ahora sea uno de los epítetos que le dedicaría en noveno lugar de la gran serie que tengo contra él). Una tarde, cuando no existían dvd, fuimos a alquilar películas en VHS a El Transistor (videoclub pionero de nuestro distrito). Teníamos que atravesar ese páramo de edificios enormes y jardines marrones que era la unidad vecinal. Había cogido la manía de usar gorras al revés, con la lengüeta a un lado como el príncipe de Bel-Air. No supe nunca si era de marca la que llevaba esa tarde, pero sí me salvó de unos cuantos cardenales en mi cara. En realidad, de una masacre de medidas considerables teniendo en cuenta que mi puños no se habían ejercitado en el noble arte de sacar la mierda al prójimo. Los había visto a unos diez metros, se sacó la gorra, el dinero y el carné del videoclub, me los entregó y me dijo que corriera a la casa. Demoré en reaccionar porque no entendía. La siguiente imagen era de antología: venían corriendo cinco personas a darnos el encuentro con rostros desencajados, cuando mi primo aún no delincuente salió al frente, se cuadró y de un puñete se tumbó a dos. Dijo una vez más ¡corre! para que, en efecto, empezara a correr. Uno se animó a perseguirme un par de cuadras antes de abandonar la cacería y solo entonces volteé. Todavía seguía batallando con ellos. Él seguía de pie.

En esas épocas podía correr y mecharse con cuatro a la vez. De lejos, parecía un espectáculo de artes marciales (aunque más callejeras). Ahora que ha destrozado camas debido a su peso, esas escenas parecerían sacadas de una película de Steven Seagal pero obeso. Lo imagino (ahora no lo he visto) como un gran planeta, al medio, chocando con sus satélites que rebotan o salen dañados con las hélices de su brazos gordos. También imagino que alguien debería pincharlo a ver si revienta como un globo. Lo que si sé es que el punto débil de esos sumos amateur son los tobillos. Lógico, cualquier golpe por allí les hace perder el equilibrio y caen como elefantes.

Lo sé por experiencia propia. Siempre recordaré una de las pichangas que armábamos en el larguísimo hall que teníamos en nuestra quinta. Fue en uno de esos prolongados encuentros que terminaban cuando ya no veíamos el balón, cuando realicé una de mis mejores hazañas peloteras: derribé a ese gigante torpe (también egoísta como el Wilde) con una humilde zancadilla. Cuando las carcajadas cesaron y él, obviamente, se largó hecho una furia, mi otro primo y yo llegamos a la conclusión de que apenas lo toqué. Pero se desparramó como una mazamorra, se raspó contra la pared y su orgullo quedó magullado cuando dos chibolos de apenas 12 años lograron esa proeza a la que nadie se atrevía fuera: tumbarlo.

Digo ahora hall, porque siempre lo llamamos callejón. Y aunque nunca tuvo necesidad de tener un caño siempre mantuvo su zaguán (hace unos años supe qué significaba esa palabrita que también aparecía en las obras de Lope). En ese estrecha franja, como la de Chile, podíamos jugar desde mete-gol-tapa, quinela, matagente, encantados y bata hasta mini partidos de básquet, fulbito y en nuestras mejores épocas, bádminton. Sin mencionar los carnavales y parrilladas que también se hacían allí. No lo puedo negar: en una época fuimos todo sonrisa.  

Hasta aquí no pasa de ser la trayectoria de un palomilla. De uno avezado eso sí. En realidad, no sé cuando las cosas atravesaron ese límite de la travesura al crimen. De las risas y los primeros cigarrillos en la esquina a las sirenas de la policía cuando lo buscaban y la sangre que derramaba cuando lo ajustaban en otro barrio.

26.3.09

Snif


En una película perdida de la novelle vague francesa (cuyo nombre no recuerdo), se ejemplifica, de una manera brutal, la postal más sórdida del arrabal. Del arrabal en tanto desarraigo. Más adelante, con hollywood en el medio, el arrabal encontraría su protagonista estrella en el white trash. Lo cierto es que hace unas décadas, la escena levantó algo de revuelo que hoy ni siquiera causaría rubor en una pia novicia. La escena tal como la recuerdo es, más o menos, así:

Imaginemos un mesa derruida dentro de un bar, de paredes pintarrajeadas y una barra en agonía. En un plano medio, dos hombres conversan. Por la iluminación, deducimos que la penumbra es solo adentro. Fuera, hay sol. De pronto, por el lado izquierdo, una mujer de carnes abundantes y prendas apretadas, sin el menor atisbo de coquetería, se deposita en una de las sillas. Ellos, embotados por algún licor, no reparan en su repentina y obesa presencia, hasta que su mano de dedos regordetes se estira y coge la palma de uno de ellos. La soba, la estruja, la hace sudar. Quiso ser un guiño, quiso ser una sonrisa, quiso ser una invitación. Todo junto pero mal hecho. Sin magia. Sin sugerencia. Ellos no reaccionan concentrados en las tareas líquidas. Cuando la escena no podía ser más patética (la elefantiásica mujer rogando por dinero), uno de ellos voltea y le dirige unas palabras:

-¿Tienes coca?
-Si. Lo que quieras.
-¿Puedo jalar coca sobre una de tus tetas?

Un cierre fulminante. "Sí. Lo que quieras". Fade.