4.5.09

La ventana I


Era lo primero que hacía cada vez que regresaba del colegio o de algún almuerzo familiar. Era paradero obligado los fines de semana. Corría a lo largo de ese callejón que había en la quinta pero que no era un callejón. Hasta el fondo. Ahí estaba la ventana que daba al cuarto de mi primo. Casi siempre estaba cerrada y era religión que a las seis de la tarde, las cortinas estén cerradas. No importaba, tocaba la ventana con los nudillos y medio minuto después, mi primo aparecía con su cabeza enorme. Le decía para salir a jugar o para entrar a su casa a jugar. Le decía que después de almuerzo, bajaba a jugar. Le decía que cuando vuelva del dentista me avisara para jugar. Siempre era jugar. Ese era el motivo, además de los videojuegos que ambos atesorábamos. Ahora que lo pienso, a cualquier hora me acercaba a la ventana, hasta en las madrugadas cuando le decía para salir temprano a bicicletear hasta la playa (5: 45 am) o cuando regresaba de una noche de copas (3: 32 am) para contarle las últimas noticias. Creo que las situaciones de ambos tipos, recibían la misma reacción: con cara de ocho sueños, despertaba para abrir la ventana y evitar que siguiera tocando, lanzaba un par de gruñidos y me despedía rápido, "tengo sueño". Pocas veces salió en bici con nosotros y casi nunca escuchaba las noticias de una sesión de bebidas espirituosas.

Con él he invertido las más largas e incontables horas de juego frente a una consola. Un rústico Atari, Nintendo y MaxPlay en la edad de piedra y el revolucionario SuperNintendo, Sega, Playstation 1 y 2 en los tiempos de ahora. A pesar de que casi siempre jugábamos juntos, nunca se nos ocurrió ahorrar para un fondo común y tener la consola más reciente. Era una competencia tácita, uno conseguía una (a él se las enviaban de segunda sus familiares en Estados Unidos) y el otro ya estaba pensando en conseguir la siguiente, la más moderna, la de mejores gráficas. Sería bueno comprarse un PS-3, sin duda.

Frente a la pantalla de su televisor Trinitron, todavía con dial para cambiar de canales, pasaban nuestra niñez y gran parte de nuestra adolescencia. Ese era un televisor indomable al que las imágenes se le escapaban de vez en vez y que necesitaba de un golpe en la cabeza para volver a enderezarse y funcionar. Recuerdo además cuando nuestros juegos piratas malograban nuestras consolas originales, necesitábamos de alcohol médico para limpiar los cabezales (¿?) y cuando eso no funcionaba, soplar dentro del cassette. Pero no solo jugábamos, era un pequeño ritual que cumplíamos en secreto. Conversábamos, preguntábamos y a veces inventábamos nuestras vidas al paso, entre Contra y Soccer Excitante. Sin vernos las caras, los ojos pegados a la pista del TopGear, íbamos descubriendo las ironías de la vida en el colegio, las jergas que necesitabas en esquina y en fiesta, las anatomías del sexo opuesto y los argumentos de las primeras películas que nos las mostraban. Risas nerviosas pero sin dejar que Zelda muera. A veces nos destruíamos intelectual y sentimentalmente, nos hacíamos fatalities como en Mortal Kombat y muchas otras quisimos agarrarnos a trompadas y llaves como en SmackDown.

Las sesiones domingueras solo eran interrumpidas cuando mi tía nos alertaba acerca de la hora y  nos recordaba que mañana había colegio. Los sábados en mi casa no tenían fin excepto las veces en las que mi tía (de vuelta) lo llamaba para que deje de jugar y baje a dormir. Nunca entendí mucho esa dinámica. ¿Por qué no jugar hasta el amanecer? ¿Acaso no sabían que bajo ese aparente "vicio" de cables y botones la vida se nos era revelada en palabras torpes? Allí aprendimos a guardar secretos, a toser con los primeros cigarros y a sortear los rigores de los pioneras borracheras. En suma, a ser primos. Patas.