16.10.09

Una casa en Mayorazgo


Salíamos de esa casa a las cinco. Cuando el sol en Mayorazgo caía y pintaba los cielos de un naranja insólito en Lima. Estaba casi afuera de la ciudad. De mi imaginario de ciudad de niño de 10 años. Por eso partíamos apretados a esas horas en el escarabajo familiar. Es que a veces llevábamos a mi tía y abuela. Esos días, recuerdo, dormía en el "hueco" de la parte atrás del VW, para "hacer sitio". Era como un diminuto sarcófago que acondicionaban con almohadas y mantas. Y me encogía todo, casi en posición fetal para entrar. Los primeros minutos de la travesía me entretenía mirando las formas de las nubes a través de la luna. Pasaban como escenas de un largometraje meteorológico. De ahí me quedaba dormido hasta mi casa.

De verdad, Mayorazgo, antes de los conciertos y el Monumental, era lejos. Más cerca del campo que de la ciudad de la que escapaba. Como aquella vez en que estrenaron el carro nuevo de mi tío y como quien baja el almuerzo se fueron a pasear a Cieneguilla. ¿O Chosica? Y ese destino que normalmente requeriría preparación o más gasolina terminó siendo un viajecito a la vuelta de la esquina. Llegaron a las cinco, claro, nosotros teníamos que partir.

Si en nuestro carro resultaba largo el camino, cuando íbamos en micro era increíblemente más largo. Teníamos dos rutas. El via crucis que significaba recorrer toda la Javier Prado desde Monterrey (hoy Metro) o el atajo por el arrabal que implicaba recorrer todo Evitamiento hasta la Carretera Central (paradero Volvo) y tomar una combi asesina debajo del puente Santa Rosa. La primera era confortable pero comprometía la sensibilidad de tus nalgas; la segunda era fugaz pero era un pasadizo por paisajes avezados y había que tener la ventana cerrada y la mochila amarrada al brazo. En la primera podías dormir y en la otra, tenías que caminar y tomar dos mototaxis: uno para llegar al puente y el otro, de la Volvo a la casa de Mayorazgo.

Si no lo he mencionado hasta ahora, no lo sé. Pero la casa de Mayorazgo era la casa de mi tío. El hermano mayor de mi madre. Era una casa por la que pasó el tiempo. Recuerdo el triplay que separaba los ambientes, el piso de cemento, los montículos de arena y piedras al fondo esperando para construir el tercer piso. A pesar de ese disfraz, la casa tenía conejos, cuyes y hasta patos en un tiempo y mis primos, viciosos emperdernidos, siempre tuvieron una computadora con simuladores y miles de juegos de rol y al menos una consola. Claro, después uno de mis primos, verdaderos parias que podían pasar días frente a la pantalla, sosteniendo como autómatas los controles, entró a trabajar a la IBM. Era de suponer que equiparía su máquina en un santiamén con los softwares y programas más sofisticados. Su cuarto (que los tres compartían en un inicio) se convirtió en una gruta de la tecnología. Ellos me enseñaron que cuando te llaman a almorzar y estás a punto de pasar la fase más pendeja de un juego o cuando solo tienes un continue más, no debías apagar toda la consola, bastaba con el monitor nada más. Luego, embutías tu comida y subías de vuelta a seguir jugando. Con ellos me di cuenta que las máquinas se "calientan", descubrí que eran los cheats y los walktrough, aprendí que uno requiere ensayo y error para que te salgan los trucos, combos y fatalities. 

¿Cómo olvidar la serie roja de Plaza & Janes? ¡Stephen King se me fue revelado mientras esperaba el turno para jugar! Pronto ya no quería jugar sino seguir devorando las páginas del genio maligno de Maine. Y casi como jugando empecé a leer bodoques de 800 páginas y a pedir de regalo, más libros de él. En esa casa, caí sin querer en la Tierra Media. Un volumen de El Señor de los Anillos que parecía un enorme misal con una pita roja como marcador. Venía con glosario, mapa, genealogía, gramática del élfico, cronología. Era una obra total. 

Un capítulo aparte serían las vecinas. ¿Cómo olvidar a las gemelas vestidas de girl scout? Ahora no recuerdo sus nombres y en ese entonces, a mis 12 años, el rubor y la vergüenza hacían que los tartamudee y que me sudaran las manos cuando intentaba hablar con ellas. Creo que empezaban con K. Lo que más me sorprendía (y jodía al mismo tiempo) es que ellas también supieran jugar. Y mejor que yo. A veces nos visitaban, con sus uniformes de La Molina 315 o con su uniforme de softball, y se sentaban en la misma cama y me propinaban palizas en el Street Fighter

Pocas veces me quedé en esa casa más de las cinco de la tarde. Rogaba a veces por quedarnos un rato más. Viciosos, decían. Que nos van a salir callos en los dedos. Las veces que mi terquedad era mayor y la promesa de acabar un juego estaba cerca, pasaba la noche en esa casa. No dormíamos, jugábamos hasta terminar el juego y ver los créditos finales. Cuando mi tía nos descubría por las madrugadas, teníamos que apagar todas las luces y dejar apenas la del televisor. No nos faltaba más. Bueno, a veces el juego no era suficiente y bajábamos con sigilo a saquear sistemáticamente la bodega de mi tía. Pícaras, Casino, gaseosas y juegos de rol. Eso era la felicidad para un niño. La felicidad en Mayorazgo. 




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